Hace unas semanas, tuve terapia con uno de mis pacientes.
Es una maravillosa persona que, además, encaja bastante bien en algún que otro diagnóstico y que, en algún momento, ha podido verbalizar cierta soledad. No pudimos comenzar a acercarnos a entender por qué pasaba esto y qué hacer con ello hasta que comenzamos a nombrar la etiqueta que reúne el origen y el mantenimiento de los síntomas que hacen que, hasta ahora, para él sea difícil comprender que él pudiera no entender las relaciones como la gran mayoría y, al no poder entenderlo, no es posible adaptarse del todo en lo necesario.
Yo, anteriormente, era bastante reacia a esto de las etiquetas, de los diagnósticos. Es una postura en la que se encuentran muchos profesionales de la salud mental, escuelas enteras, que sostienen que muchos síntomas cumplen una función muy particular en cada uno y que se trata de ver para qué están presentes en cada paciente (es decir, de comprender la idiosincrasia del paciente) y de qué forma empezar a generar un cambio para que no interfiera con la vida alcanzable que puede y quiere llevar una persona. Y esto es cierto. Sin embargo, deja unas (importantes) cuestiones a un lado.
Cuando yo mantenía esa postura únicamente supongo que me surgían las grandes dudas y reticencias de quien que no se ha topado mucho personal o profesionalmente con las limitaciones y el sufrimiento que supone algo más grande que el contacto del paciente con su etiqueta: el no entender qué te pasa, si hay más gente como tú, si algún día cambiarás. Todos aquellos miedos que se pueden recoger con frases del tipo: “¿qué demonios me pasa, que no soy capaz de cambiar o vivir las cosas como los demás?”, “¿cuándo y cómo acabará esto para mí?”, “¿por qué soy diferente?”, “¿por qué mi cuerpo y mi mente me fastidian?”, y una larga ristra de preguntas y autocastigos. Pero, sobre todo, para mí, las más importantes a las que pretenden responder los diagnósticos son estas: “¿hay más gente como yo?”, “¿se sabe si puedo cambiar?”, “¿en qué proporción?”, “¿ha conseguido más gente con estas tendencias relacionarse con el medio y los demás de forma satisfactoria?”, “¿de qué manera?” y “¿sobre qué partes de mí hay que incidir para que esto ocurra?”. Y, la más importante, “¿se puede querer a alguien como yo de la forma en que necesito?”. Se podrían resumir en dos peticiones: quiero entenderme y quiero saber que no seré apartado de lo que necesito que me dé la sociedad.
Realmente, gran parte de todo este sufrimiento cambiaría si aceptáramos como sociedad que todos somos diferentes y esto aporta variedad de capacidades a la humanidad, con múltiples posibilidades de sobrevivir como especie pero, muchas veces, como dice Javi, mi compañero y jefe, a costa del propio individuo que aporta variedad en X rasgo a la población, ya que sufre por un rechazo por parte de las personas con las que se cruza, pues no estamos del todo educados ni preparados para convivir con la diversidad sobresaliente y aceptarla y agradecerla, porque tememos lo que no comprendemos ni podemos manejar.
Por ejemplo, muchas personas que encajan en el diagnóstico de “psicopatía”, eso que tanto miedo parece que da, ocupan puestos de bomberos o profesiones que requieren tener “sangre fría”. Y está bien. El mismo rasgo puede ser protector para la sociedad o uno mismo o no serlo. Está ahí porque la evolución ha salvado (y creado) ese mismo rasgo. Otro ejemplo sería el de James Bond, que mata al malo y libra a la sociedad de su impacto y luego puede dormir plácidamente, cuando muchas personas no podrían matar ni siquiera en defensa propia.
Los “diagnósticos” están ahí, por el mundo, queramos aceptarlos o no. De hecho, si te lees bien el DSM-V, el manual por el que se rige la clasificación de los diagnósticos identificados hasta ahora, te reconocerás en unos cuantos. Al menos, sentirás que tienes tendencia a varios.
Pero, ¿cómo funciona esto de los diagnósticos?
Cada rasgo tiene un espectro que va desde los datos más mínimos registrados hasta los más máximos. Y los rasgos siguen lo que se llama “curva de la normalidad”, una representación gráfica según la cual las puntuaciones medias de cualquier rasgo serían mucho más comunes que las puntuaciones más extremas, decreciendo en incidencia cuanto más nos acercamos a las puntuaciones más extremas (a la alza o a la baja) registradas.
En el ámbito físico estas puntuaciones extremas podrían suponer la no supervivencia por múltiples factores, y en el ámbito psicológico podrían suponer la no supervivencia también, pero por la ausencia de un factor psicológico esencial: la aceptación ajena, que viene tras la comprensión de los demás de nuestra forma particular de ser. Si la sociedad no nos entiende (y hasta que no tenemos un diagnóstico ciertas partes de nosotros no se sienten vistas, no hay evidencia de que la sociedad (al menos la científica) haya registrado y entendido nuestras características), las personas percibimos que nuestra manada, a la que necesitamos para sobrevivir, podría no considerarnos válidos y abandonarnos y, en ese caso y ante esa certeza, entramos en la más absoluta de las muertes, desde la emocional hasta la física.
Debemos saber, cuando hablamos del “espectro”, que todos nos situamos dentro del mismo. En la mayoría de las características estamos en las puntuaciones más intermedias y en otras estamos en las más extremas (las que tienen etiqueta por ser sobresalientes, las “diagnosticables”. Las que suponen cambios cualitativos relevantes de cara a la aceptación de la sociedad y la adaptación a la misma, emergentes de las puntuaciones). De ahí que todos nos hayamos sentido solos o incomprendidos muchas veces en algún sentido.
EL TRATO
Sin embargo, como tenemos la educación que tenemos, y aunque presentar rasgos en puntuaciones infrecuentes es tan natural como ajeno a la voluntad de la persona, de momento hay que pedir un permiso por cualquiera de los rasgos que tengamos que sobresalgan, a la baja o a la alza. A la sociedad y a uno mismo. Y ese permiso es el diagnóstico.
Y el buen diagnóstico supone un trato. Se ve como: yo, como clínico, obtengo información sobre ti y, a cambio, te expido un juicio clínico en el que se refleja si considero que encajas en lo que se ha estipulado como una categoría diagnóstica. Hay trato si yo hago un diagnóstico que te sirva y calme alguna de tus necesidades: justificarte ante los demás, entenderte o aceptarte a ti mismo o sentirte visto.
Y hablo de justificarte en primer lugar porque la sociedad criminaliza lo que no entiende y estamos en un punto en que nuestra educación sobre la diversidad y su necesidad e involuntariedad aún deja que desear. Por eso es necesaria la justificación de la persona: para protegerse del castigo de la sociedad, de la brecha que levanta entre personas la falta de entendimiento. Porque nos da miedo lo que no entendemos. Y el miedo hace que no me pueda relacionar con naturalidad con el objeto de mi miedo. De esa forma, ese objeto de mi miedo o angustia permanece aislado y, si no encuentra a nadie que pueda estar en contacto emocional o psicológico con él, muere.
Tras varias sesiones de cavilación sobre la idoneidad de conseguir un diagnóstico, reconozco que me puso los pelos de punta oír decir a mi paciente (el mismo que en su día me dijo que “se estaba dejando morir”) que “si entendiera que lo que me pasa es por esto, ya no tendría que sentir culpa por ser así”.
Qué triste como sociedad, ¿no crees?
Qué triste que haga falta que llegue un señor o una señora a tu vida que te extienda un diagnóstico para que tú no tengas que sentir culpa por ser quien eres. Por sentir como sientes y pensar como piensas. Por mirar la vida como la miras y vivirla como la vives. A no ser que tengas un trato con un terapeuta que te haya podido explicar qué te pasa y qué te pesa.
Pero esto también tiene sentido. Si el destinatario de su diagnóstico lo entiende, es porque alguien se lo explica y, si alguien se lo explica, significa que alguien más lo entiende, lo acepta, puede estar en contacto con ello, acogerlo, verlo. Y eso supone la no-muerte psicológica, siempre que el tono del terapeuta no traslade que estamos ante un problema irremediable.
Porque hace falta el segundo ingrediente: hacer saber a la persona que lo que tiene es comprendido y visto por la sociedad y que es compatible con la vida en ella, que hay esperanza y aceptación.
EL TRUCO
Todo eso, el diagnóstico y la justificación, para salvarte del truco. De la trampa que ha trazado la parte de la sociedad que no entiende de nada de todo esto para “explicar(se)” (más bien, dilapidar) muchas cosas, culpando a la persona por destacar demasiado, en un sentido u otro. Porque, si hasta ahora no hay explicación a cómo eres, caerás en las diferentes cajas reprobatorias que la sociedad tiene preparadas para ti: “vago”, “loco”, “histérico”, “rancio”, “intenso”, “cuadriculado”, “calzonazos”, etc. Por cierto, cada una de esas etiquetas corresponde con un diagnóstico.
Ese es el truco de la sociedad: llamar de forma despectiva y vaga a algo que, cuando pasa por el trato con un clínico, se convierte en una cosa, al menos, un poco más razonable y de peso. Quien era considerado como vago antes, en general (siempre queda gente escéptica) ahora tiene un cierto permiso para seguir teniendo los síntomas que tiene, pero con un poco más de cancha, cariño, criterio, proyección de futuro o aceptación. Porque alguien le entiende. Y, al tener una etiqueta, se supone que bastantes personas le entienden. Una comunidad científica, como mínimo. Quien antes era “vago” o “disperso”, ahora pasa a llamarse “persona con TDAH”. Y así sucede con un montón de diagnósticos.
Y, ¿por qué hacemos esto como sociedad?
Porque cuando no entendemos realmente por qué alguien hace lo que hace, creamos explicaciones que se relacionan con la voluntad de la persona de ser así y, por tanto, de dañarnos. Porque cuando no entendemos algo sentimos angustia o miedo y, a partir de ahí, generamos una explicación coherente con esa sensación. Y, si siento miedo, tú eres una amenaza. Y yo he de culparte para que tú cambies tu voluntad de ser dañino. Esa es la función de la culpabilización. O excluirte, para que te alejes de mí. O cambiarte a la fuerza. O eliminarte.
A nivel psicológico, con muchas de estas estrategias, empujamos al aumento de su sufrimiento a muchas personas, como sociedad. Los condenamos. Con el estigma.
Ese, el del estigma, es un trabajo que, considero, tenemos que hacer como sociedad.
Y, finalmente, luego viene una consideración que ya había comentado superficialmente, pero no menos importante: las personas necesitamos entendernos también a nosotras mismas. Saber que tenemos una coherencia y consistencia internas. Un “por qué”.
Y esa otra cara de la moneda no se puede explicar, de nuevo, más que con un (buen) diagnóstico. Si las cajas están lo suficientemente bien hechas y “ven” todas las realidades, es otra cosa que tendremos que debatir (el DSM va ya por su quinta versión y siguen apareciendo cajas que no han sido contempladas aún, como “Persona Altamente Sensible” o “Tempo Cognitivo Lento”).
Aquí tenemos responsabilidad la comunidad científica. Y cabría disculparnos con todas las personas que, por tener características que aún no han sido “aceptadas” o “vistas” o “reconocidas”, aún no encajan en ninguna de las opciones que tenemos. O aquellas personas a las que, dado que lo que les ocurre es tan común, tan fino, que a día de hoy todavía no lo vemos o sentimos, como durante muchos años no se vio la esquizofrenia.
Sin embargo, a estas alturas hay bastante solidez, evidencia y experiencia recogidas como para hacer categorías con más o menos empaque y, a cada etiqueta y gracias a ella, van unidas las siguientes cuestiones:
- Un nombre con el que buscar qué me pasa desde diferentes enfoques (desde los más biológicos, a los más contextuales).
- Qué se sabe históricamente de personas que compartían algunas de mis características.
- Qué pronóstico se ha evidenciado hasta hoy que existe para esta etiqueta.
- Una tranquilidad de que no me estoy volviendo incongruente ni impredecible ni ininteligible.
- La sensación de que hay más gente como yo. La pertenencia a un grupo, a una comunidad y a la humanidad. Porque, sin este punto, nos sentimos infrahumanos o inhumanos.
- La seguridad de que “no tengo esto porque quiero”, sino que es algo “que me sucede”.
- Y, por qué no, la visibilidad de una parte de mí mismo que me hace ser yo y a la que, en algunos casos y en ciertas circunstancias, no quiero renunciar. El escudo contra los ataques de los demás cuando criminalizan mi síntoma. La reivindicación de mi forma de ser o estar.
Porque, como me dijo con orgullo y desafío el otro día una paciente con rasgos de Trastorno Negativista Desafiante, cuando le hice mi habitual pregunta de quién era ella: “yo soy yo”. Y me parece muy bien.
Y tú, ¿quieres truco o trato?
Patricia Serra
Psicóloga en Unidad Focus